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¿Trabajo presencial?

¿Están las organizaciones preparadas para el retorno al trabajo presencial?

En la medida en que las cifras de la pandemia se tornan cada vez más alentadoras en nuestro país, muchas organizaciones, considerando protocolos y medidas de seguridad, han implementado planes de retorno al trabajo presencial de sus colaboradores y colaboradoras. En ocasiones, se argumenta simplemente que como ya están las condiciones solo hace falta volver. Pasar de la oficina vacía a la oficina orgánica, con cuerpos, respiración y afectos. No debería haber problemas, ya que “las cosas siempre han sido así”, “esa es la normalidad”, aunque lo cierto es que ya van dieciocho meses de teletrabajo. Tiempo suficiente para instalarlo como “la norma”. Ante este panorama, se hace inevitable preguntar: ¿de qué manera es posible incorporar los cambios y aprendizajes de los últimos tiempos en un contexto presencial? ¿Están las organizaciones considerando las resistencias al cambio que posiblemente emerjan al modificarse otra vez las condiciones de trabajo de sus miembros? Finalmente: ¿Qué cosas deben priorizar las organizaciones a la hora de implementar sus planes de retorno?

            Creo que pensar en volver a la normalidad es siempre una fantasía. Es como cuando una pareja se separa y después vuelve a establecer una relación. La nueva relación nunca es igual a la primera, por más que las condiciones sean similares: misma casa, misma mascota, misma cama. Lo anterior se debe a que el tiempo de la vida es una experiencia en devenir. Una experiencia transformadora. Por eso cada instante en nuestras vidas es siempre algo nuevo y por más que artificialmente podamos establecer cortes, siempre nos hayamos inmersos en un continuo en el que nunca sabemos con certeza dónde empieza y termina un cambio. Evidentemente esta experiencia está medida por las situaciones que en parte determinan nuestra vida, el trabajo, sin duda, ocupa un lugar relevante desde este punto de vista.

            Entrar al mundo del trabajo implicaba hasta antes de la pandemia, como experiencia generalizada, un modo de existir particular. Una rutina que consistía en despertar de madrugada. Un tiempo de traslado compungido por el exceso de transeúntes sincronizados. Una cantidad importante de horas en la oficina o lugar de desempeño. Un viaje de retorno y un breve espacio para compartir con el círculo cercano o para “dedicarse a uno mismo”. Un fin de semana para descansar, salir o para los quehaceres domésticos. Unos hijos que crecían rápido. Una mascota que acariciábamos menos. Etcétera, etcétera. Todo esto cambió repentinamente y lo más difícil fue establecer la frontera entre el ámbito íntimo y el laboral.

Por otra parte, nos encontramos con una situación de pandemia que, al evidenciar la vulnerabilidad global, posibilitó la promoción de vínculos más empáticos. La crisis solo podía enfrentarse de forma colectiva. Lo anterior, se traduce en una especial preocupación por parte de las organizaciones de una serie de problemáticas que antes por fuerza pertenecían más al mundo privado, a saber: el bienestar físico y la salud mental de sus miembros, situaciones de comorbilidad, dificultades de crianza y/o de cuidado al interior de los hogares, etc. De este modo, se les exigió a los líderes contención, cercanía y mucha comunicación con sus equipos. Los vínculos demandaron una mayor preocupación por el otro, por su situación singular, por sus problemas y sentires. Así también, se inauguraron políticas que buscaron promover el bienestar, conocer las situaciones específicas y apoyar a quienes lo necesitasen. Todo esto permitió que en varias compañías se avanzara hacia una nueva ética organizacional.

Uno de los mayores cambios de este proceso fue, sin duda, la utilización de los medios digitales para realizar el teletrabajo. Esto tuvo múltiples implicancias. Primero, los clásicos mecanismos de control vertical se veían imposibilitados. Los modos de trabajo que funcionaban gracias a la vigilancia constante del “panóptico” en la oficina, se tornaron rápidamente problemáticos y acusaron transformaciones urgentes. Los liderazgos más horizontales, distribuidos, situacionales y colaborativos fueron altamente valorados en este contexto y muchos líderes tuvieron que aprender rápidamente a funcionar bajo nuevos supuestos. Para que el trabajo pudiese realizarse con éxito se requería ante todo un alto compromiso de los colaboradores. La motivación debía ser intrínseca y las formas de trabajo debían necesariamente basarse en la confianza. En segundo lugar, el encuentro de los colaboradores con la arquitectura de las dependencias y los símbolos de poder de la presencialidad (ropa, auto, implementos de trabajo, etc.) pasaron a un segundo plano. Se produjo una suerte de “democratización espacial”, fundamentada en la mediación digital. En concreto, las relaciones fueron literalmente cara a cara con un fondo que podía ser modificado a voluntad, tendiendo a diluir las diferencias que la presencialidad acrecentaba. Finalmente, el teletrabajo se conectó con las transformaciones culturales y políticas de los últimos años. La pandemia aceleró transformaciones en este aspecto, promoviendo modos de gestión más humanos, inclusivos y participativos. Así también, la masificación de las herramientas digitales se utilizó con gran eficacia y permitió que las labores que antes eran estrictamente presenciales pudiesen desarrollarse sin mayores inconvenientes.

             Ahora bien, ¿qué sucede cuando un colaborador se le dice que debe volver al régimen que tenía antes de la pandemia? Sin duda, se remueven aspectos profundos y significativos. Al proclamar la vuelta inmediata a la normalidad se reduce la potencia de los dos componentes organizacionales más relevantes emergidos en los últimos años. En primer lugar, la nueva ética, que pone a la empatía en el centro y que considera toda una economía del cuidado altamente valorada, en segundo, los modos de trabajo basados en la autonomía y la responsabilización de los equipos. Asimismo, se modifica de manera instantánea, los modos de existir que se habían constituido al alero del teletrabajo. Se están ignorando las nuevas rutinas, los nuevos afectos que los miembros han podido desarrollar estando en casa. Los vínculos con seres queridos, con mascotas, con plantas, las nuevas actividades, su dieta, la distribución del sueño ¡un universo existencial completo! Considerando esto ¿vale la pena volver en un contexto que además aún se presenta frágil?

            Muchos colaboradores y colaboradoras se preguntan “¿para qué vamos a volver si estamos rindiendo bien, si desde casa somos capaces de hacer el trabajo incluso de forma más productiva, si hemos podido equilibrar nuestras expectativas personales con las organizacionales?” Creo que es una pregunta que las organizaciones deberían plantearse seriamente. El modelo espacial de la fábrica-oficina, fue creado en los albores del capitalismo, puesto que el contexto histórico requería diferenciar el espacio de la vida privada del de la vida laboral. Las innovaciones tecnológicas, las grandes y costosas máquinas que hacían posible la producción en masa, necesariamente debían estar físicamente en un lugar custodiado y diferenciado. Hoy, que el trabajo es altamente cognitivo, que las innovaciones tecnológicas se materializan en artefactos cada vez más pequeños y que las redes han hecho posible la comunicación instantánea no presencial ¿es necesario mantener y fortalecer el viejo modelo espacial del trabajo en la oficina?

            Para finalizar esta reflexión, me gustaría señalar que la decisión más preocupante y contraproducente que las organizaciones podrían tomar frente a este dilema, es decidir por decreto la vuelta a la presencialidad: “tiene que cumplir el horario porque su contrato así lo estipula”. Decidir por decreto equivale, primero, a pasar a llevar la empatía y la ética del cuidado reforzada en estos últimos dos años y, segundo, poner en duda las formas de trabajo y de liderar basadas en la autonomía, el empoderamiento y la inclusión. Por eso, este momento es crucial, espacialmente para aquellas organizaciones que pregonan valorar la responsabilidad, el compromiso y la proactividad. Es una gran oportunidad para hacer valer en la práctica estos preceptos, estableciendo la coherencia entre lo dicho y lo hecho como imperativo fundamental de una cultura organizacional altamente productiva y saludable.  

 

Liderazgo post-pandemia: ¿Cómo avanzar hacia la distribución de la autoridad?

Liderazgo post- Pandemia ¿Cómo avanzar hacia la distribución de la autoridad?.

Más que un hecho aislado, la pandemia se inserta en un continum de transformaciones que, desde el punto de vista histórico, venían produciéndose hace décadas. La canción “Heroes” de David Bowie declaraba a fines de los 70’ que “todos podíamos ser héroes, por un día” lo que equivalía a pensar en una suerte de desacralización o de democratización del papel protagónico que antes solamente era patrimonio de élites, grandes estrategas y unos pocos genios o afortunados. En esa misma época, por todas partes, viejas estructuras comenzaban a transformarse, dando paso a sistemas más horizontales, participativos y flexibles.

En la actualidad, del trato paternalista a niños y niñas, pasamos a ser interpelados por una joven sueca de 15 años capaz de liderar un movimiento mundial contra el cambio climático. De la vieja consigna “las mujeres se ven más lindas calladas” pasamos a marchas multitudinarias y trasnacionales de mujeres que exigían una sociedad menos sexista. De la política “desde arriba”, al empoderamiento de la ciudadanía. Del grupo de expertos, a diseños participativos. De la pareja única y para toda la vida, al poliamor. Sumado a lo anterior, con el advenimiento y masificación de internet, de las redes sociales, de la automatización y de la inteligencia artificial, se transformaron, no sólo los modos en que nos relacionamos en nuestra intimidad, sino que también, los vínculos profesionales y modos de trabajo al interior de las organizaciones.

Sin embargo, no todo ha sido fácil o positivo. Elementos nocivos y situaciones desafortunadas aún forman parte de las transformaciones en curso. Una de las cuestiones más relevantes en este sentido, ha sido el empeoramiento de la salud mental. Su cara más brutal, el incremento de suicidios de forma transversal y su ocurrencia en edades cada vez más precoces. Si consideramos a la pandemia global como un acelerador de las transformaciones descritas, vale la pena preguntarse: ¿Qué desafíos se plantean para quienes pretende ser líderes en estos tiempos? Nuestra hipótesis es clara y concisa: mientras los líderes no tengan la capacidad de permitir y fortalecer la distribución de la autoridad, no podrán aprovechar los beneficios de las transformaciones en curso.

 

Esta idea que parece tan simple, plantea varias dificultades. En primer lugar, lo complejo que resulta sacar de nuestras cabezas la imagen del líder omnipresente, infranqueable, justo, positivo, alerta, que se pone “el equipo al hombro” y que conoce con seguridad la acción correcta en una situación difícil. El líder admirado, reconocido, imprescindible y que de todas maneras ha asegurado su foto en alguna pared de la organización o en el corazón de sus seguidores. Una especie de Patrick Swayze en la película “RoadHouse”, de Leo Dicaprio en el “Lobo de Wall Street” o de Steve Jobs desarrollando una nueva y exitosa iniciativa. Un imaginario masculino que ha saturado de contenido la noción de líder desde que tenemos conciencia. Mas, valdría la pena preguntarse: ¿es esta la forma de liderazgo que el actual momento requiere? La crisis sanitaria pone de manifiesto lo vulnerable que somos y lo mucho que nos necesitamos para salir adelante. Un mundo co-dependiente más que un mesías, requiere contención, apoyo y comprensión colectiva. La situación de pandemia ha puesto en el centro la noción de empatía, relevando la importancia de una ética del cuidado.

Una segunda problemática se relaciona con lo que entendemos por liderazgo. Ya muchos hemos aprendido, especialmente a través de la experiencia, que “ser jefe no es lo mismo que ser líder”. No obstante, el actual contexto nos obliga a ir un paso más allá: ¿es el liderazgo una acción individual o es más bien un proceso grupal que solamente es posible a través de las relaciones? Nos inclinamos por la segunda definición. Todo esto nos podría llevar a replantearnos de manera profunda lo que implica gestionar el liderazgo en nuestras organizaciones. Ya no se trataría de fortalecer las competencias de una persona específica, sino que, sobre todo, de promover procesos colectivos en donde el liderazgo pueda emerger en cualquier colaborador o colaboradora sin ningún requisito excluyente previo. Autores como Miller[1], en este sentido, han señalado que la organización es un proceso de negociación entre líderes, desechando la idea de que existen, por un lado, líderes y, por el otro, seguidores.

No se trata de disminuir la exigencia entendiendo que “como la responsabilidad del liderazgo es de todos, no es de nadie”. No, nada más alejado de nuestra intención. Lo que tratamos de decir es que la distribución de liderazgo es el único medio capaz de facilitar y valorar los potenciales aportes de los miembros de la organización (e incluso de líderes más allá de sus límites), impactando positivamente, tanto en la salud mental como en la rentabilidad organizacional. Salud mental en la medida en que se promueve el sentido de pertenencia, poniendo en práctica lo que muchas organizaciones se limitan a establecer de forma prescriptiva: reconocimiento y valoración de sus miembros. En términos de productividad, es sabido que colaboradores y colaboradoras que perciben que su organización les entrega confianza; asumen un compromiso íntimo en sus labores y no necesitan de sistemas verticales de control para ejercer sus roles.

Según Bauman[2], las sociedades actuales no ofrecen modelos a priori para que las personas emerjan en su singularidad. Solo hasta hace algunas décadas, los individuos podían desarrollar su identidad a partir de modelos sociales fuertemente establecidos. Por ejemplo, ser padre, trabajador, mujer, profesional, etc. La gran tarea de las generaciones anteriores era interpretar un papel en una obra dada de antemano. Hoy, las cosas se han vuelto mucho más complejas. Cada vez, los modelos existentes se manifiestan caducos y frágiles. Las personas deben construir de forma particular los lugares de sentido en sus vidas, siendo este un proyecto siempre abierto. Es por esto que, una organización capaz de generar las condiciones para la emergencia múltiple del liderazgo, puede tornarse en un punto de arraigo para la identidad en construcción de sus miembros. Si a esto le sumamos, que en la actualidad las personas no suelen permanecer muchos años en la misma organización, se hace aún más patente que se debe trabajar el liderazgo de forma sistémica y democrática, en desmedro de el anclaje de líderes únicos o personalismos.

Sin embargo, todo esto conlleva una reacción, especialmente de quienes afirman su identidad en el modelo tradicional del liderazgo. Este es el tercer nudo problemático de la distribución de la autoridad. Muchas personas, se han acostumbrado a ocupar el lugar de líder único y necesitan que la organización y especialmente sus equipos reconozcan ese lugar. La pregunta que debemos hacernos en este sentido es: ¿a qué debemos renunciar para distribuir el liderazgo? Una respuesta tentativa puede ser que, en parte, necesitemos renunciar a nosotros mismos, asumiendo que el éxito es más bien un acontecimiento colectivo y no una obra individual. Esto implica, depositar en el grupo, libido que antes con exclusividad remitía al “yo”. Es sin duda, un trabajo demandante, en la medida que se abre la posibilidad de la no correspondencia. Siempre es más ventajoso, desde el punto de visto del trabajo del deseo, ordenar las tareas de manera vertical, mantener el control o incluso hacer todo el trabajo uno mismo. Nuestras primeras frustraciones en la escuela, nos recuerdan estresantes trabajos grupales, en los que muchas veces concluíamos: ¡Qué fácil hubiese sido todo si desde el principio lo hubiese hecho solo!   

Este punto, nos remite tal vez, a lo más complejo de esta forma de entender y administrar el liderazgo. Se requiere que el individuo necesariamente soporte la angustia que implica la emergencia del grupo. El “jefe” debe asumir que en el momento de propiciar las condiciones para distribuir la autoridad, pierde control sobre la tarea y sus resultados. Desde el punto de vista del seguidor, también es un trabajo angustioso. Salir del espacio del “sí jefe” para encontrar el punto creativo en donde la labor confluye con los placeres de obedecerse a sí mismo. Igualmente, las rabias, frustraciones o idealización antes depositadas en el líder, ahora son devueltas al grupo. En este esquema el grupo debe administrar sus fantasías y también aprender a establecer fronteras. Es, en definitiva, un proceso que al tiempo nos incluye, también nos expone.   

Más allá de las dificultades planteadas, esta posición respecto al ejercicio del liderazgo puede ser muy ventajosa al largo plazo. Puede significar que efectivamente el esfuerzo colectivo sea equitativo y, por ende, más productivo. Puede hacer de nuestra organización un interesante espacio de desarrollo y bienestar, al promover el compromiso, la motivación, la colaboración, el placer y la empatía. Así también, puede permitir mayor eficacia frente a la complejidad del trabajo contemporáneo: trabajo a distancia; demandas de inclusión y diversidad; tareas multifuncionales y dinámicas; co-responsabilidad y co-dependencia entre áreas; necesidad emergente de conocimientos y habilidades específicas; entre otras. Finalmente, es una forma de liderar que se adapta a las transformaciones culturales de nuestro tiempo, permitiendo la emergencia de voces múltiples, capaces de articular un acto común en los hechos y en la práctica: el de colaborar en la misma organización. 

[1] Miller, E. J. (1998). The leader with the vision: is time running out? In E. B. Klein, F. Gabelnick, & P. Herr (Eds.), The psychodynamics of leadership (pp. 3–25). Madison, CT: Psychosocial Press.

[2] Bauman, Z. (2003). La modernidad líquida. México: Fondo de Cultura Económica.

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¿Qué lugar ocupa el cuerpo en la era del trabajo digital?

La abstracción es siempre una abstracción de la naturaleza, un proceso que crea un doble de la naturaleza, una segunda naturaleza, un espacio de existencia humana en el que la vida colectiva convive con sus propios productos y llega a considerar natural el entorno que produce.

                                                                                                                                         McKenzie Wark, Un manifiesto Hacker

Después de un año de pandemia, podemos observar el protagonismo creciente del trabajo virtual. Lo que parecía una acción coyuntural, una respuesta defensiva frente a los efectos improductivos del virus, poco a poco fue dando paso a una modalidad aceptada y hasta cierto punto promovida. Lo hemos escuchado reiteradas veces en nuestras organizaciones: el trabajo digital llegó para quedarse. No obstante, más allá de esta transformación técnica, ¿qué cambios podemos observar en las personas y equipos? ¿qué dinámicas subjetivas colectivas emergen a partir de la generalización de estos nuevos medios? En definitiva: ¿Qué efectos produce la transformación digital en el cuerpo de los/las colaboradores/as?

Aproximarnos a las transformaciones del cuerpo, a propósito de los efectos de la digitalización del trabajo, requiere asumir un marco teórico que explique lo que entendemos por cuerpo. En este sentido, más allá del modelo médico tradicional, la fenomenología nos permite pensar lo social como un elemento constitutivo del cuerpo. Así, por ejemplo, Merleau-Ponty en su trabajo “Fenomenología de la percepción” definía al cuerpo como un hecho histórico. Idea que también consideraba Simone de Beauvoir cuando declaraba que el cuerpo es “en situación” y que, por lo tanto, “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”. Si consideramos este marco, pareciera que el cuerpo, a pesar de sus límites físicos y orgánicos bien establecidos (donde termina la piel), es también algo que está incompleto y, en consecuencia, abierto y comunicado con las transformaciones de su entorno. En el fondo, tal y como lo constató Spinoza en su obra Ética del siglo XVII, no existe una esencia a priori del cuerpo y por eso: “nadie, hasta ahora, ha determinado lo que el cuerpo puede”.

Si bien, desde nuestra perspectiva, el cuerpo opera, al igual que las organizaciones, de forma inter-conectada, hemos establecido con fines analíticos la división entre un “cuerpo psíquico” y “otro físico”. Es necesario enfatizarlo, ya que, aún hoy, demasiado imbuidos de cartesianismo, tendemos a realizar la separación cuerpo-mente, con predomino de la mente sobre el cuerpo. Nada más lejos de nuestra intención. Entenderemos por cuerpo físico, nuestro cuerpo tangible y orgánico y por cuerpo psíquico, nuestra experiencia subjetiva de estar en cuerpo (y en el mundo). Ambos cuerpos están mediados por una memoria, en el caso del cuerpo físico, por el desgaste celular y, en el del psíquico, por todos los recuerdos que permiten que el “aquí y ahora” sea siempre una experiencia única. Es justamente a propósito de las experiencias que no recordamos, pero que tienen una alta efectividad, que surge la noción de inconsciente, tan expandida y trabajada por el psicoanálisis.

Ahora bien, ¿qué cambian en estos dos cuerpos en un contexto laboral digital? En primer lugar, ambos cuerpos experimentan la ambivalencia de estar en dos situaciones de forma simultánea. La experiencia privada y la pública-organizacional. Antes del trabajo digital, solo el cuerpo psíquico podía desarrollar la ambivalencia. Por ejemplo, en una reunión de oficina, no había forma que el cuerpo físico huyera de la situación, no así el cuerpo psíquico, que podía experimentar su rol de forma funcional estando situacionalmente en otro lugar. Esto nos ocurría a menudo, especialmente cuando una importante eventualidad del mundo privado invadía nuestros pensamientos. Pues bien, en el nuevo entorno, el cuerpo físico está por defecto conectado a la situación privada, lo que también impacta al cuerpo psíquico. Nos sentamos en nuestro escritorio, nuestro living o una improvisada pieza que hace las veces de oficina. Nuestros hijos o hijas están alrededor, a veces conectados a sus clases, a veces revoloteando en medio de nuestro “espacio de trabajo”. Podemos trabajar y al mismo tiempo acariciar a nuestras mascotas, compartir con nuestra pareja o familia y realizar un sinfín de actividad que hasta hace poco eran exclusivas del fin de semana o de las horas de ocio.

Las partes físicas de nuestro cuerpo que está más conectada al sistema, son precisamente las que están más cargadas de significados y abstracciones. Son nuestro rostro y voz, los dos elementos que más están presentes en el trabajo digital. El rostro siempre significa porque tiene una expresión. Por eso, al mismo tiempo que surgen las redes sociales, surgen también los “emojis”. Nuestros textos comunicativos en línea fueron reforzados por símbolos no-fonéticos con capacidad expresiva efectiva. Un “te amo” a través de WhatsApp no es igual a un “te amo” y una cara sonriente rodeada de corazones. Pues bien, la voz, al igual que el rostro, es capaz de cambiar completamente el sentido de una frase, especialmente cuando entre los interlocutores se comparten ciertos códigos. En las relaciones de pareja esto se observa con claridad. Un “no” entre dos amantes puede tener múltiples significados dependiendo del tono de la voz. En este sentido la comunicación en la era del trabajo digital se vuelve más un intercambio de códigos y muchas veces los/as colaboradores/as añoran cierta riqueza comunicativa producida en el contacto físico de antaño. Massumi, señala que las emociones son un trabajo de significación de algo anterior que no podemos significar pero que de igual manera sentimos y percibimos. Es quizás la dimensión de lo real, a la que se refería el segundo Lacan, la que pasa a un segundo plano: lo que el lenguaje no puede capturar.

Más allá de la ansiedad o resistencia que produce una nueva modalidad de trabajo, el cuerpo psíquico se reciente de modo específico frente al desdoblamiento virtual. Por un lado, la experiencia psíquica puede estar mucho más contenida cuando las personas cuentan con redes de apoyo en su mundo privado-presencial inmediato, mientras que, por otro, puede estar más expuesta a sentimientos de angustia y frustración cuando sus redes de apoyo se sustentan en relaciones organizacionales. En el primer caso, los problemas laborales pueden ser acompañados y contenidos de forma instantánea por las redes personales. Solo basta con desactivar la cámara un momento y compartir lo que se experimenta con alguien cercano (sea esto vergonzoso o no poco importa) o bien, una vez finalizada la reunión, expresar su molestia o alegría con sus seres queridos. En el segundo, los espacios de contención que pueden ofrecer los vínculos laborales quedan supeditados a los medios de conexión no presencial. Así también se torna más difícil saber lo que un colaborador/a puede estar sintiendo. En el trabajo pre-pandemia, ocurría a menudo que el “cuerpo hablaba”. Se podía percibir la incomodidad no solo por lo que la persona declaraba o expresaba en su rostro, sino que también, por la forma en que su cuerpo se desplazaba y erguía, por los movimientos de sus extremidades, por su manera de ocupar la silla, etc. En general quedan abolidos casi todos los espacios de relacionamiento en los que el motivo de los intercambios no es explícitamente la tarea central. Las charlas de pasillo, los cafés, los almuerzos compartidos, desaparecen, así como también, parte importante de las dinámicas de los grupos que se refuerzan o crean en estas instancias. En breve: la digitalización del trabajo conlleva una nueva política de grupos, lo que impacta en roles, clima, motivación y capacidad de liderar y gestionar equipos.

Por otro lado, podemos ver que se gana efectividad. Se recortan las actividades improductivas. Lo que los chilenos llaman “sacar la vuelta” (no dedicarle tiempo a la tarea de la organización mientras se está presencialmente en ella) ya no es posible. En consecuencia, la capacidad de hacer la tarea no se relaciona con la capacidad de vigilancia de una estructura jerárquica, sino que, con la capacidad y motivación personal de quien la realiza. La función de “control directo” de una organización deja de ser importante. Esto se aprecia con claridad en el funcionamiento de la institución escolar durante la pandemia. En la organización de las clases on-line, la función disciplinaria, que por lo general cumplen docentes o paradocentes contratados para ello, deja de ser necesaria. En Chile, enfatizando su rol “policial”, a este cargo se la llama “inspector”, existiendo inspectores/as de patio y un/a inspector/a general que comanda. Esta última función es acompañada de una oficina, en donde los/as estudiantes “rebeldes” son enviados para cumplir un castigo centrado en la vigilancia del cuerpo. Considerando este mismo ejemplo, actualmente el disciplinamiento organizacional deviene una tarea fundamentalmente privada.

Un segundo aspecto de la eficacia, es la posibilidad de la multitarea. Los modos virtuales de trabajo permiten que sean compatibles y simultáneas tareas de crianza, labores domésticas, vínculos afectivos; con la realización de la tarea organizacional. Es posible incluso hacer dos tareas organizacionales al mismo tiempo. Se puede estar en una reunión, al mismo tiempo que se envía un mail o se escribe un documento, o incluso, se puede participar simultáneamente de dos reuniones. El cambio tecnológico requiere de una mayor capacidad de atención del cuerpo psíquico. Un cuerpo híper-atento que en ocasiones puede ir acompañado de una alta tensión y de un elevado cansancio mental. Para muchos niños y niñas, que han crecido en un mundo digital, desarrollar múltiples actividades a partir del uso de nuevas tecnologías resulta una tarea fácil. Por ejemplo, son capaces de conectarse un audífono del celular y escuchar un video de su “youtuber” o “podcaster” favorito, al mismo tiempo que con el otro audífono escuchan a algún amigo/a con el que conversan y juegan en línea. La adaptación al nuevo contexto está directamente relacionada con la capacidad de atención y con el uso y acceso a tecnologías de forma rápida y eficiente.

Finalmente, un último aspecto que atañe al cuerpo en el trabajo digital, es de carácter jurídico. Las políticas públicas y tecnologías legales son válidas en individuos adscritos presencialmente a un territorio, de ahí que la pregunta presentada a continuación sea de vital importancia en el contexto actual: ¿qué sentido puede tener una negociación colectiva o el ejercicio sindical cuando, tanto la organización, como los/as colaboradores/as se encuentran en distintos países? Las transformaciones capitalistas al inicio de la revolución industrial, demandaron una institucionalidad y un orden jurídico nuevo. El Estado fue protagonista de ese reordenamiento a través de la promulgación del código del trabajo, de leyes laborales y del cumplimiento de un rol mediador entre empleadores y empleados. Hoy, la globalización y la presencialidad virtual permiten modos de trabajo insospechados ¡Tal y cómo la maquinaria industrial lo hizo en siglos pasados! Es urgente un replanteamiento de la dimensión jurídica del cuerpo del trabajador ¿Qué derechos y deberes replantea la digitalización global del trabajo? ¿Qué institucionalidad debe acompañar dicho orden? ¿De qué manera se cuantifica el trabajo cognitivo bajo el predominio digital? ¿Las organizaciones actuales están preparadas para asumir estos desafíos?

A un año de la pandemia. Reflexiones vitales y organizacionales.

A un año de la pandemia.


Después de un año de cuarentenas, tensiones, oportunidades, contagios y cambios; es posible hacer una pequeña reflexión en torno a la dirección y proyección -al menos tentativa- de las transformaciones organizacionales y sociales que marcarán el ritmo de los años venideros.

Hace casi cien años, una crisis global posibilitó transformaciones estructurales. Me refiero, por supuesto, a la crisis de 1929. Sin duda, dicha crisis marcó las pulsaciones de gran parte del siglo XX. Permitió, entre otras cosas, un capitalismo de corte keynesiano y prebischiano, la consagración del fascismo europeo y del comunismo soviético. En este sentido ¿es la pandemia del Covid-19 el desencadenante del nuevo mapa geo-existencial que reconfigurará organizaciones e individualidades en todo el orbe?

Una de las cuestiones centrales de los últimos años tiene que ver con la organización del espacio y los vínculos. En los albores del siglo XXI, una cada vez más deslocalizada economía, fue seguida por deslocalizadas formas de afectividad y relacionamiento. Las redes sociales y la masificación de aplicaciones en teléfonos móviles, por ejemplo, cambiaron radicalmente la forma en como nos relacionamos. De un tiempo a esta parte fue fundamental el acceso a la información, pero también a su especificidad y organización. En otras palabras, más que a la posibilidad infinita del conocimiento en línea, lo prioritario fue el acceso a logaritmos adecuados para su administración (Google lo tuvo claro desde el comienzo). Nos tornamos dependientes a herramientas que pudieran categorizar, identificar, valorar y priorizar, fortalecidas por los desarrollos estadísticos y de inteligencia artificial; al mismo tiempo que dichas herramientas nos permitieron aparecer en el espacio social, es decir, ser únicos y atractivos para nuestros entornos.

En este contexto, la pandemia es, sino el golpe de gracia, al menos un duro revés a las organizaciones localizadas y a sus modos orgánicos de producción de valor. La pandemia irrumpe con fuerza en las organizaciones tradicionales. Por todas partes el modelo de la fábrica o de la escuela entra en crisis. Tal y como dijo un viejo filósofo hace un par de décadas: “el Surf reemplaza a los viejos deportes”. En consecuencia, la dirección de la cuarta revolución industrial se intensifica. El centro lo ocupan los activos y los servicios, al tiempo que, la producción de valor se conecta a un ad infinitum de innovación.

La “gestión de uno mismo” ocupa todas las dimensiones de la vida. La línea del trabajo es invisible. Ha caído, a la fuerza, el último bastión del viejo modelo: el espacio privado. A partir de la pandemia, más que nunca, la formación continua se expande por todas partes. Las competencias y habilidades son laborales, pero también familiares, conyugales, comunitarias, académicas, etc. Una moralidad ajustada al modelo de empresa y un marketing con coste marginal cero a través de las redes sociales. La productividad, también intensificada, se conecta con todas las actividades humanas. Por ejemplo, es posible seguir una reunión de trabajo y al mismo tiempo preparar la comida para la familia. Es posible entregar afecto a través de un “emoji” o, mejor aún, de un sticker completamente singularizado.

Creo que, aún estamos en los albores de un cambio de paradigma, en el inicio de algo grande y desconocido y a penas comenzamos a percibir algunos efectos. Somos, sin duda, una sociedad en transición y, al igual que, al comienzo de la primera revolución industrial, experimentamos nuevas libertades, pero también nuevas miserias. Es una tarea tanto individual como organizacional, asumir los desafíos y oportunidades que esta nueva era nos plantea.